Cuando era pequeña me atraía el hecho de jugar a ser quien no era. Los psicólogos decían que ese comportamiento ayudaba a exteriorizar las emociones, pero yo debía haberme saltado esa explicación porque guardaba mis sentimientos en un algún lugar oculto al que ya no sabía cómo acceder.
Los terapeutas añadían que disfrazarse fomentaba el lenguaje, la creatividad y la imaginación, y conforme a ello, hice de mi hobby, la ilustración, mi intento de profesión. Y por último, los expertos añadían que representar otros roles avivaba la capacidad de empatizar y ponerse en la piel del otro… Algo que siempre tuve claro y llevé a rajatabla.
Recuerdo que en aquel rascacielos de Shizuoka, jugué a ser un tanuki -mapache japonés- con tal de no lanzarme al vacío y vaciarme aún más. Un joven que se hacía llamar kitsune -zorro-, propuso las reglas del juego y me salvó la vida al menos aquel día.
Se cree que la función de los kitsune es la de proteger bosques y aldeas -aunque el chico acabó protegiendo ese ser inerte en el que me había convertido-, y de ahí, me surgió la idea de ilustrar unos seres mitad humanoides mitad arbóreos, y darle así rienda suelta a lo que sería mi primer manga: Kodama no Domei (la alianza de los kodama).
Aquel adolescente que se creía un yōkai me ayudó a fusionarme con la naturaleza para seguir con vida a pesar de la adversidad, para luchar por mi sueño de convertirme en una popular mangaka y para desarrollar mi ‘yo literario’. Mi inseparable Isamu.